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P. Jorge García Cuerva
Obispo de Río Gallegos
La Iglesia en Buenos Aires
durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871
Según el Diario de la epidemia de Mardoqueo Navarro
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Tesis de Licenciatura

Director: Pbro. Lic. Ernesto Salvia

Buenos Aires, diciembre 2002

(Tesis en *.pdf)

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SEGUNDA PARTE

  1. La fiebre amarilla

  2. El avance de la enfermedad y la organización de la defensa  

    1. Marzo de 1871: Se enferma Buenos Aires

    2. ​La Comisión Popular de Salubridad

    3. Abril de 1871: El terror y la desolación                                                                                       

  3. La declinación de la epidemia

Inicio

Segunda Parte

 

2. El avance de la enfermedad y la organización de la defensa 

​

2.3 Abril de 1871: El terror y la desolación

​

“La alarma cunde. Los espíritus fuertes, sin desfallecer en su tarea ardiente, han llegado sin embargo a convenir en que es necesario que Buenos Aires se despueble. Tarde, desgraciadamente, hemos venido a una conclusión tan dolorosa.

Todos los cálculos han resultado fallidos.

Los que hemos escrito sobre higiene hemos poetizado, los que hemos creído que el flagelo disminuía hemos soñado.” [1]

 

            En la primera quincena de abril, el terror epidémico había penetrado en los hogares de la ciudad de Buenos Aires. El abandono de las casas y la huida de las dos terceras partes de la población, en la cual se contaban legisladores, funcionarios de gobierno, miembros de la Corte Suprema de Justicia y profesionales diversos, constituyeron la prueba fehaciente de la excesiva mortalidad. Desde el 30 de marzo hasta el 13 de abril, fueron inhumadas 5.377 víctimas del flagelo.[2]

​

En ciertos días el índice de mortalidad disminuía, se alentaba alguna esperanza, pero luego los fallecimientos aumentaban enormemente como si todo fuese una broma macabra.

​

Los muertos a consecuencia de fiebre amarilla superaban enormemente a los muertos por otras afecciones. La diferencia, verdaderamente aterradora, salta a la vista al comparar los números.[3] Como ejemplo:

 

                        Muertos por fiebre amarilla                                       Por otras causas

Abril 1                                    258                                                                   6

Abril 2                                    318                                                                 17

Abril 3                                    345                                                                 21

Abril 4                                    400                                                                20

Abril 5                                    314                                                                 16

Abril 6                                    324                                                                 20

Abril 7                                    380                                                                 16

Abril 8                                    340                                                                 10

Abril 9                                    501                                                                  23

Abril 10                                  563                                                                  17

 

            El clima tampoco ayudaba. Con el comienzo del mes de abril las lluvias se intensificaron al punto de inundar las calles porteñas y de formar grandes charcos de agua muy propicios para la reproducción del mosquito trasmisor de la fiebre amarilla. Paul Groussac, cumpliendo sus tareas en una de las comisiones parroquiales, registró  esos momentos:

 

“Durante una semana, las lluvias diluvianas acrecentaron las escenas del horror: los “terceros” del sur, torrentes callejero, nos enseñaban brutalmente las miserias de los suburbios inundados, arrastrando en su carrera airada por los barrios centrales, maderajes, muebles, detritos de toda clase, hasta cadáveres. De esto he sido testigo en la cárcava que entonces formaba la calle Méjico, por la altura de Piedras.” [4]

 

            Como consecuencia de los grandes aguaceros, en los últimos días de marzo la temperatura descendió notablemente, incluso llegó a hacer frío.

Los mosquitos mueren a causa de las bajas temperaturas. El aedes aegypti requiere para vivir de una temperatura no menor a los 15º. Entonces, ¿qué sucedió que el número de infectados aumentó durante esos días invernales? Tan pronto como la temperatura descendió los porteños se defendieron del frío con braseros que instalaban dentro de las casas. Las familias permanecían encerradas en las habitaciones durante casi todo el día; allí también se resguardaban del frío los mosquitos que, de esta manera, tenían más cerca a sus víctimas.[5]

​

 

2.3.1  El problema de los entierros y los cementerios.

 

“Abril 7: El cementerio del Sur rebosa. Entierros por abreviatura. Todos amarillos, de fiebre los muertos, de miedo los vivos.” [6]

 

            La cantidad de muertos causados por la fiebre amarilla afectó seriamente la capacidad de los enterratorios. El cementerio del Sur fue el que tuvo mayores problemas. Cuando mayor era el número de defunciones diarias, se dispuso, después de largas discusiones entre el Gobierno, la Comisión de Higiene, la comisión de vecinos del cementerio del Sur, y las opiniones del Ministro de Gobierno, doctor Malaver, y de Bartolomé Mitre, la construcción de fosas comunes.

​

            Las discusiones se debían a que las opiniones sobre qué hacer con este cementerio no eran todas coincidentes.

El general Mitre, integrante de la Comisión de Higiene de la Municipalidad, apoyado por la Comisión Popular, propuso levantar nichos que aprovecharían la superficie del terreno. Expresó su opinión en el diario La Tribuna del día 24 de marzo de 1871: 

 

“Que los nichos abovedados deben construirse en un sitio conveniente, tanto por su topografía, como por su extensión; y que su construcción se haga agrupándolos uno sobre otro y en orden como para formar una especie de pirámide; que a más de llenar todos los objetos que se buscan, serían como un monumento fúnebre que recordaría en lo futuro la época calamitosa que atravesamos.” [7]

 

            Este proyecto fue criticado por la Comisión vecinal del cementerio del Sur, encabezada por Miguel Navarro Viola. En una extensa nota, se expresa en contra de la existencia de este cementerio y, lógicamente, de la construcción de nichos en el lugar.[8]

           

            “Por hermético que pueda considerarse el cierre de los cajones de plomo como para poder justificar el sistema de nichos, no sólo no se obtendría esa perfección durante una epidemia, no solo no habría suficiente número, ni podrían ser costeados por todos, sino que es imposible impedir escapes más o menos tarde, cuando no ya desde el principio, y aun la explosión de algún ataúd; lo cual sería suficiente hasta para poder convertirse en foco de una nueva epidemia.” [9]

 

El establecimiento de las fosas comunes fue la mejor solución que se encontró para un cementerio ya colmado y otro, el de la Chacarita de los Colegiales, todavía no habilitado. Las fosas comunes se abrían en una extensión necesaria al número de ataúdes, con una profundidad de dos metros, poniéndose los cajones casi en contacto entre ellos, en el fondo de la fosa. Una vez depositados, se los cubría con una espesa capa de cal, que era preparada en el mismo cementerio en grandes cantidades, y luego se los tapaba con tierra que era apisonada por los sepultureros. Existe el documento por el que se dispone el establecimiento de fosas comunes en este cementerio. Con fecha 16 de marzo de 1871 los miembros de la Comisión creada para inspeccionar las inhumaciones explican al presidente de la misma el nuevo método en estos términos:

 

“ En virtud del poco terreno disponible hemos ordenado igualmente que la colocación de los ataúdes se haga por camada de a 10, colocando entre una y otra camada un pie de espesor de cal y otra de tierra, quedando el todo cubierto cuando menos de dos varas de tierra, conteniendo cada una de estas fosas 60 cadáveres. De estas fosas podrán hacerse a ese costado veintidós que servirían para un total de 1320 cadáveres, que unidos a los 1140 en fosas separadas hacen un total de 2460. Las inhumaciones en el día de ayer fueron 192, y si por desgracia sigue en esta proporción (esto es si sigue en aumento) es evidente que el terreno disponible apenas alcanzará para unos días más (...). Es indispensable activar cuanto sea posible la apertura del servicio al nuevo cementerio decretado, pues considerando que las sepulturas separadas apenas podrán alcanzar para seis o siete días más, y si por desgracia llegase este caso posible, muchos se han de oponer a que sus deudos vayan a la fosa común.” [10]

 

            Generada esta situación con el cementerio del Sur, la provincia de Buenos Aires compró siete hectáreas en el partido de Belgrano, en el lugar conocido como Chacarita de los Colegiales, con el fin de convertirlas en enterratorio.[11]

 

“Día 27 de marzo: Chacarita. El Gobierno gestiona la apertura de este cementerio. Las cifras hablan y el pánico se pronuncia.”[12]

 

Como quedaba apartado de la ciudad, se venían tendiendo a toda prisa los rieles de un ramal del Ferrocarril Oeste, con punto de partida en la intersección de las actuales avenida Corrientes y Pueyrredón y trayecto similar al que hoy tiene el subte B. Para esto el gobierno había dispuesto de la suma de 2.220.000 pesos de moneda corriente. A cuatro días de que la epidemia marcara su índice más alto de defunciones, fue inaugurado este ramal ferroviario que insumió poco más de treinta días en ser ejecutado por el ingeniero Augusto Ringuelet.[13]

​

            En la estación inicial se construyó un galpón para depósito de cadáveres que quedaban a la espera de la salida del convoy fúnebre que efectuaba dos viajes por día rumbo al nuevo cementerio de la Chacarita, donde hoy está el Parque de los Andes, frente al actual enterratorio sobre la calle Corrientes. El viejo cementerio de la Chacarita fue clausurado el 9 de diciembre de 1886.

​

            El día de la inauguración de los servicios de este tren fue el 14 de abril de 1871, fecha que se transportaron cerca de trescientos cuarenta y cinco féretros. En el galpón donde se dejaban los cajones por varias horas a la espera del tren, había un olor nauseabundo producto de las emanaciones de los cadáveres depositados en ataúdes construidos a las apuradas y de muy baja calidad.[14]

​

            La locomotora que arrastraba los vagones que transportaban los cadáveres era “La Porteña”, máquina que hacía ya algunos años que no funcionaba. Para dirigir el tren se designó al ingeniero mecánico Juan Allan, el mismo que en 1857 había armado la locomotora y la había conducido por primera vez sobre tierra argentina. A los pocos días de comenzar con su lúgubre trabajo, Allan contrajo fiebre amarilla muriendo al poco tiempo.[15]

​

            Buenos Aires disponía de unos cuarenta coches fúnebres que, por el aumento de los fallecimientos durante la epidemia, no dieron abasto. Los deudos se veían obligados a contratar los servicios de los llamados coches de plaza en cuya parte trasera se colocaba el féretro. Hacia mediados de abril ya se trasladaban los ataúdes en cualquier tipo de carro. También faltaban cocheros porque huían de la ciudad o tenían miedo de entrar en contacto con cadáveres (recordemos que se creía que el momento de mayor contagio de la fiebre era en el inmediatamente anterior y posterior a la muerte del enfermo).

​

 Al disminuir las posibilidades de transporte individual de cajones, los ataúdes debieron ser apilados en la calle, a la espera de los coches que las recorrían regularmente, recogiendo la macabra carga y llevándola colectivamente al cementerio. Cuando se acabaron los cajones o llegaron a costar fortunas, los cadáveres eran envueltos directamente en una sábana que servía de mortaja y se los apilaba en los peores días de abril en carros de basura para su último traslado.

​

Desde mediados del mes de marzo, Mardoqueo Navarro hace notar sobre este grave problema:

 

“Marzo 20: (...) La Comisión trabaja. Antes: 40 coches para un muerto; ahora: un solo carro para muchos muertos.” [16]

           

            Las comisarías fueron las encargadas del reparto de féretros, así como de proveer auxilios y medicamentos a los necesitados, y a ese respecto el jefe de policía Enrique O´Gorman dispuso que las mismas permanecieran abiertas día y noche con guardias permanentes para atender reclamos. Algunos escritos de la época reflejan la labor de la policía durante la epidemia:

 

“Han sido sacadas todas las ropas pertenecientes a los cadáveres arriba explicados y conducidos al quemadero y mandadas fumigar las piezas de los fallecidos.”

“Relación de los trabajos habidos en esta comisaría a consecuencia de la epidemia del presente año:

Cadáveres 101 (40 italianos)

Certificados de defunciones expedidos 129

Casas desinfectadas 103

Cajones suministrados 99

Enfermos remitidos al Lazareto 47

Certificados expedidos para el Lazareto 56.

                                               Comisaría 1º. 23 de julio de 1871.” [17]

​

 

2.3.2 El problema de los médicos, farmacéuticos  y enfermeros

 

La situación general tan difícil también afectó a los profesionales de la salud que resultaron insuficientes por la cantidad de enfermos, pero también porque algunos decidieron abandonar la ciudad y desatender su misión.

​

            Carlos Murray, Presidente de la Sociedad de Farmacia de la época, describió así esta realidad:

 

“Hemos estado en la ciudad durante toda la enfermedad, día y noche. No nos hemos  ido a ningún pueblo de campo para venir durante dos o tres horas del día, como han hecho no sólo algunos de nuestros colegas, sino también muchos de la Facultad Médica, pues de 80 recibidos de esta última clase, sólo quedaron día y noche en la ciudad hasta el número de treinta y de estos han muerto quince, es decir, un cincuenta por ciento, de los verdaderos apóstoles de la ciencia; que bien merecen y tanto como ellos los farmacéuticos que quedaron con sus establecimientos, un premio.

Los médicos y los farmacéuticos que se olvidaron de su sagrada misión y de su juramento deberían ser puestos en la picota de la opinión pública.” [18]

 

            Tanto las autoridades como la Comisión Popular buscaron alguna solución para obligar a los médicos ausentes a regresar a la ciudad, pero no la encontraron. Todos los medios utilizados para convencerlos de la necesidad de su presencia en Buenos Aires fueron en vano. Incluso, el doctor Vicente Ruiz Moreno, a cargo de la parroquia de Balvanera, propuso al Presidente Sarmiento, que implantara una suerte de estado militar para los profesionales, declarando desertores a los ausentes y obligándolos a reincorporarse a sus tareas, caso contrario serían fusilados.[19]

​

            Hay que reconocer que ante un panorama tan aterrador, donde no se conocía el medio de contagio de la enfermedad, ni medicina que certeramente acabara con ella, la labor de médicos y enfermeros estaba imbuida de miedo e inseguridad, de ahí que muchos decidían partir hacia las afueras de la ciudad.

​

            La falta de médicos provocó inmediatamente una desatención de los enfermos que aumentaban día a día en número.

 

“Una gran parte de nuestros comprofesores, aterrados por la epidemia, se han ausentado a la campaña; los que más serenos han hecho frente a esta lucha gigantesca son insuficientes para llenar todas las necesidades de la actualidad, pues apenas alcanzan a atender la mitad de los llamados que diariamente le hacen.

El trabajo excesivo y la fatiga, en medio de las exhalaciones miasmáticas de los enfermos, ha inutilizado ya a muchos médicos, que, enfermos o convalecientes, no pueden prestar su concurso...Las familias de los médicos son con frecuencia víctimas de los insultos torpes y groseros de personas mal educadas que quieren que el médico se duplique o triplique para atender a todo el que lo llama.(...)” [20]

 

            Además del problema con el número de médicos que no superaban los 120, la asistencia tampoco se prestaba satisfactoriamente. Se calcula que el 70 % de los enfermos no recibieron atención médica. Los esfuerzos se aniquilaban por una desordenada acción individual a lo que se agregaba algún entredicho, fruto de la tensión del momento, por ello el gobernador Castro elaboró un decreto por el que todos los médicos nombrados por el gobierno provincial, la Comisión Municipal y la Comisión Popular, pasaban a formar el “Cuerpo médico dependiente del Consejo de Higiene Pública”, con un director, cargo que recayó en el Dr. Santiago Larrosa.  De esta manera se consigue ordenar y mejorar la asistencia de los atacados, que se hacía especialmente a domicilio.[21] Pero la demanda siempre era mayor que el servicio que se prestaba:

 

“Dos ni tres médicos, dígase lo que quiera, no bastan ni para San Telmo ni para la Concepción, donde hay trescientos o cuatrocientos enfermos diariamente. La fiebre no es una enfermedad tan liviana que el enfermo no deba ser visitado sino una vez cada veinticuatro horas. Hay casos en que es necesario visitar a un enfermo dos o tres veces, hacer consultas con otros, etcétera.” [22]

 

            Los médicos fallecidos durante la epidemia fueron catorce; ellos eran los doctores Buenaventura Bosch y For, José Pereyra de Lucena, Francisco Xavier Thomas de la Concepción Muñiz, Francisco Riva,  Adolfo Señorans, Adolfo Argerich, Caupolicán Molina, Sinforoso Amoedo, Gil José Méndez, Guillermo Gavino Zapiola, Vicente Ruiz Moreno, el doctor y farmacéutico Aureliano French y los practicantes Darío Alvariño y Parides Pietranera.[23]

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            Los farmacéuticos muertos fueron Zenón del Arca, Emilio Furque, Aurelio French, Luis Guien, Hermenegildo Pina, Tomás Pina y el socio titular de la Sociedad de Farmacia Félix Ramallo.[24]

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Los farmacéuticos que abandonaron la ciudad habían cerrado sus negocios. Cuando los medicamentos comenzaron a escasear, la Comisión Popular decidió incautar los productos abandonados. Para esto, sus miembros ingresaron a la fuerza en las farmacias abandonadas y retiraron los remedios que podrían ser útiles para enfrentar la peste.

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En las comisiones parroquiales y en la Comisión Popular se comenzaron a recibir quejas contra los médicos y farmacéuticos que permanecían en la ciudad porque no atendían a todos los enfermos como era de desear; en realidad, quienes hacían estas denuncias no tenían en cuenta que muchos facultativos habían abandonado Buenos Aires, y que el número de enfermos iba en aumento. A la vez, muchas de las críticas hacia los médicos se debían a suposiciones y fantasías de muchos que sostenían que los médicos los envenenaban con los medicamentos que daban a sus pacientes. Esto provocó una reacción violenta contra los profesionales de la salud, a tal punto que el Jefe de Policía O´Gormann puso a su entera disposición las fuerzas públicas de la ciudad.[25]

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2.3.3 Buenos Aires se despuebla

 

“¡Escapar! ¡Escapar! Se vende o se alquila una gran casa quinta, en uno de los pueblos de campaña que toca el ferrocarril del Oeste. Para tratar, a toda hora. Confitería de Rivadavia y Libertad.” [26]

 

Casi dos tercios de la población de Buenos Aires, constituida por 195.000 habitantes, abandonó la ciudad especialmente durante la primera quincena de abril, debido al creciente número de víctimas de la fiebre amarilla. La gente cuya posición era pudiente fue la que primero inició el éxodo, buscando por todos los medios posibles salir cuanto antes de la ciudad, trasladándose a los pueblos vecinos de Flores, Belgrano, Morón, Los Olivos y San Isidro.

El 9 de abril, la Comisión Popular, en un gesto de profunda resignación, toma la resolución extrema de aconsejar la evacuación total de la ciudad.

 

“Huir de la ciudad, es el consejo que la Comisión Popular acaba de dar al pueblo.

¿Pero adónde huir?

Los pueblos de campaña están llenos, y los alrededores de la ciudad ocupados.

Huyendo de la ciudad en desorden se lleva a los demás la alarma y el espanto a las poblaciones de afuera. Son otros tantos haces infirmados que se lanzan a la campaña desde esta grande hoguera que se llama Buenos Aires.(...)

La mayor parte de la gente que aun puede salir de Buenos Aires es gente pobre y trabajadora. La gente acomodada a salido ya toda.” [27]

 

            El 10 de abril tanto el Gobierno Nacional como el Provincial decretaron feriado hasta fin de mes. Todos los ministerios y oficinas públicas fueron cerrados, el Consejo de Higiene Pública también aconsejó el abandono de la ciudad.

            Algunas familias adineradas tenían casas de veraneo en Belgrano o Flores, donde escapaban del calor húmedo de las calles porteñas. Durante los meses de la epidemia de fiebre amarilla esta inicial tendencia hacia las afueras de la ciudad y hacia el norte recibió un fuerte impulso. Los precios de las casas y terrenos en estas zonas aumentaron notablemente, así como los avisos en los diarios. [28]

 

“Lomas de Zamora-Fiebre amarilla: Los que quieran librarse de este flagelo ocurran a comprar dos lindas casas en el alegre e higiénico pueblo de las lomas de Zamora, situadas a cuadra y media al oeste de la estación. Para tratar: San Martín 138.”[29]

 

            El éxodo de la mayor parte de los pobladores hacia las afueras de Buenos Aires generó otro problema: el posible traslado de la enfermedad fuera de los límites de la ciudad.

 

“Actualmente los pueblos vecinos se están plagando de enfermos que salen de Buenos Aires para ir a sucumbir allí, sin médicos, sin hospitales sin lazaretos y sin auxilios.

Ya existen enfermos en todos los pueblos del Norte, en San Isidro, en San Fernando y en el Tigre; y la muerte no hace pocas víctimas.

Las Municipalidades de los partidos vecinos no tienen ni medios de evitar la propagación del flagelo desde que no pueden cerrar la puerta a la comunicación diaria con la ciudad.

El remedio es tan terrible como la enfermedad misma.(...)” [30]

 

            Los comercios, las escuelas y las iglesias cerraron sus puertas. Tampoco atendieron los bancos. Comenzaron a faltar de los negocios los artículos de primera necesidad. A la vez las ventas cayeron y esto generó una debacle económica generalizada. Se dispuso el cierre del puerto. La ciudad presentaba el aspecto de un lugar presa de la desgracia y de la muerte, casas cerradas, calles desiertas, gente de negro vistiendo el riguroso luto que se usaba en la época expresaba el dolor por la muerte  de seres queridos víctimas de la terrible epidemia.

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 Son muchos los testimonios de la época que reflejan la triste realidad de Buenos Aires en abril de 1871; todos ellos señalan el aspecto de desolación y abandono de la otrora populosa ciudad.

 

“El año de 1871, será siempre memorable en los anales de Buenos Aires, pues en aquel fatal año apareció la Fiebre Amarilla con una fuerza espantosa, la peste más mortífera que ha visitado las playas del Plata, y que en menos de cuatro meses arrastró más de 20.000 habitantes a su última morada. Nada podía exceder la tristeza y desolación que reinaba en la ciudad: las calles estaban abandonadas y silenciosas: todo tráfico enteramente suspendido: en el apogeo de la fiebre no se sentía otro movimiento que los cortejos fúnebres marchando al cementerio. Crespones negros, pendientes en las puertas, señalaban las moradas de la muerte en la mayor parte de las casas con sus ventanas desiertas. Por donde quiera que se extendía la vista se encontraba un cuadro de desolación. Era el silencio de la muerte.” [31]

 

“Día 8 de Abril: La Comisión aconseja dejar la ciudad. (...)

Día 9: Negocios cerrados. Calles desiertas. Faltan médicos. Muertos sin asistencia. Huye el que puede. Heroísmo de la Comisión Popular.

Día 10: 563 defunciones. Terror. Feria. Fuga.” [32]

 

“Por el consumo de la población, se deduce que, a fines de dicho mes, ésta no alcanzaba a sesenta mil almas; solamente en abril, pasaron de ocho mil las defunciones: cerca del 14 por ciento. Como un gran cuerpo herido que va perdiendo por partes el calor vital, en la ciudad enferma, uno por uno, los órganos vitales rehusaban el servicio. Después de los sospechosos saladeros, que de orden superior interrumpieron sus faenas, fueron cerrando sus puertas, por falta de elementos, las principales fábricas. Cada día señalaba un nuevo paro. Siguiendo a las industrias, se paralizaron las instituciones. En abril, habían dejado de funcionar sucesivamente: las escuelas y colegios, los bancos, la bolsa, los teatros, los tribunales, la aduana, etc. Los gobiernos nacional y provincial decretaban la feria de sus oficinas, fuera de no dar personalmente, el presidente ni el gobernador, ejemplo de heroísmo. Los pocos periódicos que pudieron subsistir salían por  tanda. Las casas de negocio se entreabrían algunas horas; ciertas provisiones escaseaban en los mercados; y la población entera hubiera sufrido el hambre, a no sobreponerse a todo la otra sacra fames superior al terror de la muerte.” [33]

 

            El abandono de la ciudad fue aprovechado por algunos que literalmente saquearon las casas que habían sido cerradas, llevándose hasta los muebles en carros de mudanza. Incluso se perpetraron asaltos a mano armada en las calles más céntricas. La policía, cuyo personal colaboró decididamente con las autoridades, se vio desbordada por la situación. Por ellos se tomaron algunas medidas, entre ellas el prohibir el traslado de objetos y mobiliario de un lugar a otro de la ciudad durante la noche y sin un permiso expedido por la policía de la ciudad. Muchos delincuentes fueron apresados, llegando a la cifra de 670 durante el mes de abril.[34]

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            No faltaron profesionales que aprovecharon la situación y se hicieron de dinero a costa de los enfermos: escribanos falsos que se ofrecían en los diarios para hacer testamentos, enfermeros falsos que robaban las pertenencias de los infectados, etc. Se destacó la figura del músico Juan Pablo Esnaola que lucraba con una serie de conventillos, que por más que los reconocía como focos de infección, no quiso cerrarlos ni acondicionarlos, ni higienizarlos.[35]

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            Durante esos días se repitieron escenas de verdadero terror que eran un signo más de la situación desesperante que vivía Buenos Aires a consecuencia de la epidemia:

 

“Un cadáver: Ayer a las cuatro y media de la tarde estaba en la calle de Méjico entre las de Santiago del Estero y San José un cadáver colocado en el carro de basura. Acababa de ser sacado en un cajón de la casa donde lo había abandonado su familia. Varias personas consiguieron evitar ese triste espectáculo, dando aviso a la Comisión de Higiene respectiva.” [36]

 

“Infeliz: Ayer a las 4 de la tarde dos vigilantes conducían del brazo a una mujer que iba dando desaforados gritos y a la que difícilmente podían contener sus conductores.

Según decían algunos transeúntes, la desgraciada acababa de perder la razón al sucumbir el último de sus cuatro hijos, víctimas todos de la fiebre. ¡Infeliz!” [37]

 

Dada la desorganización general, eran los periódicos los que reflejaban toda la realidad, publicando en sus páginas desde documentos oficiales hasta avisos de particulares, pasando por cartas pastorales del obispo, anécdotas curiosas de esos días y datos de cómo avanzaba el flagelo de la peste en la ciudad. De allí su importancia como fuente de la época de la epidemia.

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2.3.4 Víctimas ilustres

           

            “Por Dios que es preciso tener un gran temple de alma y una resignación estoica para escribir cada día el nombre de uno de los amigos queridos, que en estas olas inmensas de la muerte, nos va arrebatando el azote que nos enluta.” [38]

 

A lo largo de los meses que duró la epidemia de fiebre amarilla hubo entre los muertos personalidades destacadas del quehacer nacional. La peste no hizo acepción de personas, no se detuvo ni siquiera ante hombres y mujeres protagonistas de la historia argentina del siglo XIX.

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Entre ellas cabe mencionar a Juan Agustín García, ex diputado ferviente partidario de Bartolomé Mitre y padre del escritor autor de La ciudad indiana. Atendiendo a su familia, contrajo la enfermedad el doctor Buenaventura Bosch, quien había sido médico personal de Juan Manuel de Rosas.[39]Al momento de su muerte, el doctor Bosch contaba 57 años. En esos días también murió a consecuencia de la fiebre, el doctor Luis J. de la Peña, ex ministro de Justo José de Urquiza, inspector de escuelas municipales y uno de los grandes docentes de la época.[40]

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El 23 de marzo de 1871 dejó de aparecer el diario La Discusión; el motivo fue la muerte de su director, Francisco López Torres, periodista, poeta y político, miembro de la Comisión Popular. Unos días antes habían fallecido su padre, dos hermanas y un hermano menor, todos víctimas de fiebre amarilla.[41]

 

“En medio del dolor que causa una calamidad pública, la sociedad gime ya en silencio al sentirse desgarrada a cada instante.(...)

Inteligencia elevada, alma recta y austera, corazón sano y generoso, su muerte es el más alto tributo que la prensa de Buenos Aires ha pagado a la epidemia que nos destroza.(...)

La solemnidad de esta muerte es completa. No la turba ni la oración de los que quedan: la familia de López Torres le ha precedido en el camino de la eternidad.” [42]

 

El 26 de marzo falleció el doctor José Roque Pérez, brillante jurisconsulto y protagonista en la guerra del Paraguay.[43]

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Otros ilustres fallecidos víctimas de la epidemia fueron el General Lucio Mansilla; Florencio Ballesteros, miembro de la Comisión Popular; el pintor Don Benjamín Franklin Rawson; Don León Ortiz de Rosas, integrante de la Comisión de Higiene y sobrino de Juan Manuel de Rosas; Amalia Rubio de Mármol, segunda esposa del poeta José Mármol a quien consagró su célebre novela “Amalia”; el escribano mayor del Gobierno de Buenos Aires, don Alejandro Araujo; y otros.[44] También falleció Luisa Díaz Vélez de Lamadrid, esposa del General don Gregorio Araoz de Lamadrid, sepultada por Guido Spano, quien en su obra Autobiografía, relata de una manera conmovedora, los momentos finales de la mujer del héroe de la independencia.[45]

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Cuando la epidemia parecía terminar hacia fines de mayo, murió el doctor Manuel Argerich, médico y abogado, con sobresaliente actuación en la batalla de Cepeda y de Pavón, legislador provincial y nacional y miembro de la Comisión Popular.[46] Todos los diarios de la época se hicieron eco de su fallecimiento, probando la relevancia de su persona para el quehacer nacional.

 

“En el gran día de la Patria Argentina, uno de los hijos más modestos, pero a la vez una de sus esperanzas risueñas, acaba de dejar la prosa de este mundo para volar con su alma a la mansión desconocida. Este hombre sentido por todos, era el joven abogado Manuel G. Argerich.” [47]

 

            El diario La Tribuna del día 27 de mayo vistió de negro todas las columnas que diagramaban sus páginas como signo de duelo. El diario El Pueblo de Asunción del Paraguay lamentó también la muerte de Argerich:

 

“La redacción del Pueblo se une sinceramente a ese coro de duelo que entona la prensa argentina por la muerte de una de sus más claras inteligencias.” [48]

 

La lista de fallecidos es muy extensa. La fiebre amarilla se llevaba a los testigos de la historia.

 

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[1] LP, 11 de abril de 1871.

[2] Cfr. BERRUTI, Rafael, Op.Cit., p. 566

[3] Cfr. LP, 12 de abril de 1871.

[4] GROUSSAC, Paul, Op. Cit., pp. 52-53

[5] Cfr. SCENNA, Miguel Ángel, Op. Cit., pp. 330 y ss

[6] DMN.

[7] LT, 24 de marzo de 1871.

[8] Ut supra, pp. 24-25

[9] NAVARRO VIOLA, Miguel, El cementerio del Sud, en La Revista de Buenos Aires, t. 24, 1871, p. 475

[10] I.H.C.B.A., caja 12, leg. 00006.

[11] El texto completo de la ordenanza por el que el gobierno provincial dispone la habilitación del Cementerio General de la Ciudad de Buenos Aires en terrenos de la Chacarita se encuentra en el diario La Prensa del 13 de marzo de 1871.

[12] DMN.

[13] Cfr. SCENNA, Miguel Ángel, Diario de la gran epidemia, en Todo es Historia, 8, 1967, Buenos Aires, p. 19

[14] Cfr. RUIZ MORENO, Leandro, Op. Cit., p. 318

[15] Cfr. BUCICH ESCOBAR, Ismael, Op. Cit,. p. 100

[16] Cfr. DMN.

[17] AGN, Sala X, 32-6-7, Defunciones fiebre amarilla.

[18] MURRAY, Carlos, Informe sobre la epidemia de fiebre amarilla, trascripto por FONSO GANDOLFO, Carlos, en La epidemia de fiebre amarilla de 1871, en Publicaciones de la cátedra de la Historia de la Medicina, tomo III, Buenos Aires, 1940, p. 305

[19] Cfr. SCENNA, Miguel Ángel, Op. Cit., p. 295

[20] Revista Médico Quirúrgica, 1, 8 de abril de 1871, p. 21

[21] Cfr. VACAREZZA, Oscar A., Recordación de los médicos y practicantes caídos durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871, en Boletín de la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires, vol.49, 2º semestre 1971, Buenos Aires, pp. 611-614

[22] LP, 5 de abril de 1871.

[23] Cfr. VACAREZZA, Oscar A., Op. Cit., pp. 614 y ss

[24] Cfr. RUIZ MORENO, Leandro, Op. Cit., p. 309

[25] Cfr. LP, 13 de marzo de 1871, artículo Persecución a los médicos.

[26] Diario EL NACIONAL, en adelante EN, 24 y 27 de marzo de 1871.

[27] LP, 11 de abril de 1871.

[28] Cfr. SCOBIE, James R, Buenos Aires del centro a los barrios 1870-1910, Buenos Aires, 1977, pp. 156  y 159

[29] LP, 10  de febrero de 1871.

[30] LP, 11 de abril de 1871.

[31] SCRIVINER, Juan, Apuntes sobre la fiebre amarilla desde el descubrimiento de la América del Sud hasta la época presente, Buenos Aires, 1872. Scriviner tuvo una entrevista con el gobernador Emilio Castro en julio de 1871 quien le pidió la conformación de una “Comisión oficial Gratuita” con el objeto de obtener en Europa las mejores obras sobre la fiebre amarilla, información sobre las medidas sanitarias que se habían empleado, etc. El fruto de este trabajo es la obra citada.

[32] DMN.

[33] GROUSSAC, Paul, Op. Cit., p. 52

[34] Cfr. LP, 2 de mayo de 1871.

[35] Cfr. SCENNA, Miguel Ángel, Diario de la Gran epidemia, p. 17-19,  RUIZ MORENO, Leandro, Op. Cit. , pp. 293 y 294, y BUCICH ESCOBAR, Ismael, Op. Cit., pp. 103-105

[36] LP, 23 de marzo de 1871.

[37] EN, 30 de marzo de 1871.

[38] LT, 13 de abril de 1871.

[39] Cfr. Libro de defunciones Parroquia de la Catedral de San Isidro, 1871.

[40] Cfr. BUCICH ESCOBAR, Ismael, Op. Cit., p. 24 y ss

[41] Cfr. RUIZ MORENO, Leandro, Op. Cit., p. 197-198

[42] LN, 24 de marzo de 1871.

[43] Ut Supra, p. 78

[44] Cfr. RUIZ MORENO, Leandro, Op. Cit., p.181 y ss

[45] Cfr. SPANO, Carlos Guido, Autobiografía, pp. 74-76. Alberto Meyer Arana, La Caridad en Buenos Aires, p. 358, Ismael Bucich Escobar, Bajo el horror de la epidemia, p. 97,  Miguel Ángel Scenna, Cuando murió Buenos Aires, 1871,  p. 360, GONZALEZ ARRILI, Bernardo, Historia Argentina, Tomo 5, Buenos Aires, 1966, pp. 1517-1519,  y otros autores, transcriben este episodio que le tocó vivir a Spano.

[46] Cfr. RUIZ MORENO, Op. Cit., p. 184 y LA FEMINA ALTIERI, Alfonso, Op. Cit., p. 40

[47] LP, 26 de mayo de 1871.

[48] Cfr. LT, 22 de junio de 1871.

Notas
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